José
Urbano
Para
Lugares Comunes
Una mirada distinta hacia los musulmanes, basada en
la experiencia personal del autor y en la toma de conciencia sobre la ignominia
que supone el bombardeo constante de mensajes tendenciosos a través de los
medios masivos de comunicación.
No suelo hablar sobre mi creencia —o querencia— por
considerarlo algo perteneciente al reino de lo íntimo y que, por tanto, hay que
saber reservar. Algo parecido al secreto de alcoba, que debe quedar para
deleite de uno mismo y que si se desvelara, además de vulnerar las más
elementales reglas de la elegancia, el interlocutor podría soltar, y con toda
razón, aquella grosería tan española de «¡Y
a mí qué me cuentas!». Y, claro está,
aquí no haré una excepción, pero esta ocasión es bien diferente. Al llamarme mi
gran amigo Colin para proponerme que
escribiera algunos párrafos sobre el tema islámico,
entendí que era el momento oportuno para esbozar algunas reflexiones al
respecto, habida cuenta de la actualidad de la que “goza” dicha temática. Es para
mí, además, un honor y un placer hacerlo para Lugares Comunes.
Cuando los
poderosos medios de comunicación, tan obedientes a la voz de su amo, se lanzan
a fabricar un estereotipo de algo —una persona, un colectivo o una idea— conocen
la facilidad que hallarán en la empresa, sabedores de que la inmensa mayoría de
las personas se maneja únicamente con la información que ellos les proporcionan.
No voy yo a descubrir ahora la potentísima herramienta que tienen en sus manos
los que dirigen el mundo, especialmente en el caso de la televisión, como medio
masivo que se cuela en las casas de todo el planeta con el mensaje oportuno: lo
que diga el telediario es verdad, lo que no salga en el telediario no existe.
El espíritu crítico suele anidar solo en una minoría, en una élite
insignificante, pues todo está basado en una cuestión cuantitativa, no
cualitativa. Y es más, quien ose levantar su voz disidente será ninguneado, en
el mejor de los casos, o denostado calificándole como iluso o demente.
Lo anterior viene
a cuento porque es obvio que el llamado nuevo orden mundial, el perverso
sistema que se está tramando, necesitaba un enemigo para autolegitimarse. Y ese
enemigo es el Islam. Aunque en este caso no es algo nuevo, pues desde prácticamente
su nacimiento fue señalado como el antagonista, el otro, por ser el único
sistema de valores —dîn, en
transcripción fonética del árabe, que en Occidente se ha traducido por religión—
capaz de defender la igualdad de las personas y sus derechos civiles, que
promueve la búsqueda del Conocimiento y la decencia, más allá del «tanto
tienes, tanto vales» del modelo
judeocristiano imperante durante siglos.
Haciendo un poco
de historia, hay que decir que el Islam no es algo estático, inamovible, sino
un sistema permeable que se aclimata al lugar donde se implanta. No se conoce
un sistema ideológico cuya expansión fuera tan rápida como el Islam, que en
setenta años se había establecido en más de medio mundo, llegando hasta China
por el Oriente y al Magreb por Occidente. Aunque su origen fue árabe, su
desarrollo fue planetario, razón de la pluralidad de la que siempre ha gozado.
Prueba de este sincretismo con el lugar de acogida es Al-Ándalus, un magnífico paradigma del mestizaje entre el Islam y
la población meridional de Hispania, cuyo carácter imaginativo y sensual dio
pie a una de las civilizaciones más maravillosas del mundo, de la que es
tributaria la sociedad occidental de hoy a través de sus avances en lo político-social,
en el ámbito científico o del pensamiento.
El sistema
nacional-católico instaurado por los Reyes
Católicos dio un mal paso, a mi juicio,
cuando se empeñó en extirpar de nuestro suelo cualquier rasgo de
islamismo. En 1609, un rey inepto —Felipe
III— y su valido corrupto —el infame duque
de Lerma— promulgaron la fatídica ley para la expulsión de los moriscos; es
decir, la expropiación de sus bienes y el destierro de casi medio millón de
ciudadanos españoles de pleno derecho, que solo consiguió desnaturalizar la
identidad española a base de falsedades. A falta de periódicos y televisión
estatal, el régimen de la época se gastó un pastizal en comprar a un enjambre
de escritores y cronistas afines para que dieran en sus obras una versión que
justificara aquel brutal genocidio. Como vemos, el soborno de los medios de
difusión no es algo nuevo.
Decía el insigne Francisco
Márquez Villanueva, profesor de Literatura Española en la Universidad de
Harvard, uno de los mejores cervantistas del mundo y, a mi modesto entender,
una de las mentes más brillantes del último siglo, que «Boabdil era tan español
como Isabel la Católica». Ni que decir tiene que tal afirmación sigue
levantando ampollas entre los defensores de la patria católica, pero sucede que
es la pura verdad.
Pues bien, el
perverso sistema imperante, tras siglos de colonización a los países islámicos,
durante los que esquilmaron sus riquezas y adulteraron sus valores, sigue
empeñado en ofrecer una imagen del musulmán como un ser bárbaro, traicionero,
sanguinario, etc., para lo que no han escatimado esfuerzos de toda índole. No
obstante, la llave maestra la descubrieron estos farsantes al acuñar el término
terrorista. Desde que descubrieron la palabra
mágica, la emplean en los medios cada vez que les interesa, sabedores del
efecto que causa en la población, ya adoctrinada para posicionarse sin pensarlo
siquiera. Y como la maldad de esta gentuza es infinita, no se arredran ni
siquiera a la hora de cometer actos de falsa bandera y atribuirlos a los
fanáticos musulmanes, como fue el caso del atentado de las Torres Gemelas de
Nueva York, donde sacrificaron sin el menor escrúpulo a más de cuatro mil personas
—de “los suyos”— para legitimar su
imposición de absoluto control sobre la población mundial. Así se las gastan.
Y si algún día
conocemos lo que hay detrás del llamado Estado Islámico y esos aparatosos vídeos
con ejecuciones en vivo, o lo realmente sucedido en París con aquella espantosa
teatralización en la sede de la revista Charlie Hebdo, nos daremos cuenta de
la gran patraña que nos quieren meter doblada. Esos no son musulmanes ni así
actúan los musulmanes. Que pregunten al lobby
sionista o a las siete familias que dominan el mundo. O a los del Club Bilderberg. Ellos quizá tengan una
explicación de tanto terrorismo. No me creo nada, así lo promulguen cien
veces al día en todos los telediarios
del mundo. Pero cada quien es libre para creer lo que crea oportuno y actuar en
consecuencia. Faltaría más.
Llegados a este
punto, he de decir que no soy un tipo religioso tal como se concibe aquí y
ahora. Quizá sí sea bastante espiritual, pues nunca me motivó lo material ni lo
aparente, y también me atraen de forma poderosa las tesis humanistas. Viviendo
en una sociedad tan materialista, en un momento determinado me sentí abocado a la
búsqueda de un camino que diera rienda suelta a la transcendencia vital que
anhelaba, si no quería correr el riesgo de acabar varado en los márgenes del
sistema.
Cuando descubrí el
Islam, en carne propia, no de oídas, allá por 1984, tras una primera juventud esplendorosa
según los parámetros al uso, sentí como si regresara al estado que nunca debía
haber abandonado. Me encontré de repente con un universo lleno de matices inusitados,
que, estando ahí, no era capaz de percibir. Y lo que ocurrió en Andalucía, la colorista,
la sensual, se transfiguró en una auténtica explosión de vida durante mi primer
periplo por Marruecos, a donde viajé ya de continuo y donde acabé instalándome
y formando mi familia. Aquello fue un innegable viaje iniciático —título que
adopté para uno de mis primeros relatos cortos—, donde, tras la pobreza
material, encontré todo un mundo lleno de valores que me recordaba a otras épocas
del hombre, intemporales y fantásticas. Detrás del aparente caos reinante
descubrí cómo eran los vínculos familiares, el respeto a los mayores, el
respeto a la madre, a la mujer, la solidaridad, la hospitalidad, la elegancia
personal, la generosidad, la espontaneidad, la risa de la infancia, la
humildad, la belleza, el gusto por la vida y otras muchas cosas que me siguen
emocionando al evocarlas. Habiéndome despojado antes de todo lo material —salvo
mi entrañable Citröen 2 cv amarillo
mimosa, que era como mi caballo—, sin un duro en el bolsillo, descubrí en
Marruecos una nueva forma de interrelación, que me enriqueció para siempre. Fue,
sin lugar a dudas, la mejor época de mi vida, mi época dorada. ¡Cuán diferente
es el mundo de la apariencia y el de la realidad!
No pretendo con
este relato proyectar una imagen idílica del país vecino, aunque para mí lo
fuera en aquel momento. En todos los sitios hay de todo. En todos los sitios
encontraremos seres viles, envidiosos o corruptos, algo consustancial a la
condición humana. Y sería un ingenuo si no fuese consciente de las graves
carencias económicas y sociopolíticas que sufre la clase media marroquí. Hablo
más bien del estado anímico de la gente ante la vida, sea esta cual fuere, y de
cómo enfrenta la cotidianidad inmersa en el universo de dificultades que
siempre rodea la existencia de las clases humildes.
Después de haber
vivido esta experiencia, me entristece sobremanera el trato que a veces se
dispensa a los emigrantes que llegan a nuestro país. He sido testigo del trato ofensivo
que algún energúmeno da a ciertos inmigrantes de tez oscura, desvalidos,
desmoralizados en tierra extraña, haciéndoles creer de categoría inferior a la
suya, sin pensar que pudiera ser, por ejemplo, un titulado universitario y el paisano
que lo desprecia un pobre ignorante, sin formación de ninguna clase. Estas
actitudes, que cualquiera de nosotros ha constatado, son especialmente
sangrantes en un pueblo fruto de un mestizaje ancestral como es el español,
donde en su identidad se hallan entreverados rasgos de mil culturas, a cual más
rica.
A tenor de lo
visto últimamente, no puedo sentir sino indignación por la feroz campaña
mediática que se está fraguando. El ensañamiento contra lo islámico es atroz y
se valen de las artimañas más rastreras. Vaya por delante mi opinión de que publicaciones
como Charlie Hebdo no promueven la
libertad de expresión, ni mucho menos, sino la irreverencia y la provocación; y
debieran saber que hay límites que no es prudente traspasar, porque, además, no
es necesario traspasar si nos ejercitamos en ese bello concepto llamado respeto
en román paladino. Si la cosa va de la cacareada libertad de expresión, que
lancen sus hirientes diatribas contra el Sionismo,
por ejemplo, a ver qué sucede. No vayan a pensar que apruebo lo sucedido hace unos
meses en la sede de esta revista. Ni borracho aplaudiré yo ningún acto de
barbarie. Pero que no quieran convencerme de que aquella burda escenificación
fue cómo la cuentan. Algún día quizá conozcamos el autor intelectual y el
motivo de aquel acto propagandístico orquestado por las sombras tenebrosas.
Si una cultura que
se cree dominante se dedica a ridiculizar a otra a través de sus medios de
difusión, el resultado es el desprecio y la sospecha continua, la infamia y la
vileza. Por el contrario, si se dedicara a confiar en los valores del otro, a respetarlos,
obtendríamos ejemplos preñados de cortesía
mutua y de convivencia armoniosa como la Historia del Abencerraje y la Hermosa Jarifa, una bellísima novela anónima
aparecida en pleno Renacimiento, correlato de los llamados romances
fronterizos, y cuya lectura recomiendo de corazón. Yo no soy Charlie. Yo soy Abindarráez. Y a mucha honra.
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